Como los pastores realizaron en la Nochebuena un ejercicio de contemplación, así la Iglesia nos ofrece a nosotros que, como ellos, hagamos eso esta noche. La perspectiva nos ayudará a hacer mejor este ejercicio. Ellos encontraron “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Dice Chesterton que la historia de los hombres tiene su fundamento en dos cuevas, en una de ellas el hombre comienza a ser hombre porque empieza a hacer arte, deja de ser animal irracional para convertirse en animal que reflexiona, que trasciende, que se eleva. Allí está Adán. En una cueva, en Belén de Judá, Dios se hace hombre, nace, envuelto en pañales y acostado entre animales. Allí está Jesucristo.
Adán y Cristo nacen sin pecado, en un estado de orden con Dios, para mantener el orden de la creación, como su culmen. Tanto es así, que los antiguos textos judíos y cristianos decían que Adán fue puesto en el paraíso y revestido de gloria. Dice de él un autor: “Cuando los ángeles vieron su aspecto glorioso se pusieron a temblar. Cuando se estiró y se puso erguido sobre la tierra, estaba vestido con la túnica real y tenía puesta en su cabeza una corona de gloria”. Luego, con el pecado, Adán perdió sus vestiduras, y dice el libro del Génesis que Adán y Eva “se dieron cuenta de que estaban desnudos”.
El nuevo Adán, Cristo, en la cueva de Belén, no aparece revestido de gloria, no aparece erguido ni impresiona en su aspecto, ni siquiera aun siendo reconocido por los ángeles: Jesús nace en Belén desnudo, asumiendo el estado de Adán, el estado del hombre, al que el pecado le ha arrebatado sus vestiduras de gloria. Asume el pecado de todos los hombres, ¿el pecado de cuantos asumimos nosotros?
La tradición cristiana ha representado a Jesús en el pesebre envuelto en unas fajas, como amortajado, pues el hombre nace revestido de muerte, nace para ir a la muerte. Hasta ese punto se ha hecho uno como nosotros.
Por eso nuestra alegría es tan grande, porque ha nacido el que nos va a devolver los vestidos de gloria. Por eso, nuestra esperanza está puesta en el nacimiento de este niño y podemos cantar “hoy nos ha nacido un salvador, el Mesías”. El nacimiento de Jesús nos alcanza a todos, desde el primer Adán y hasta el último niño que nos haya nacido al mundo.
Nos toca contemplar la esperanza en ese milagro de niño que realmente ha nacido, en un ejercicio de humildad, para ser nuestro salvador, porque necesitamos un salvador. Decía Benedicto XVI: “Cada vez me doy cuenta con más claridad de que la muerte de la humildad es la auténtica razón de nuestra incapacidad de creer y, con ello, de la enfermedad de nuestro tiempo… Nuestro corazón no está en vela, está lleno de prejuicios y de la pretensión de saber las cosas mejor. Está aturdido por negocios y obligaciones, paralizado por su ajetreo. Y, sin embargo, sigue estando el consuelo de que también para las almas delicadas hay camino, que también ellas pueden llegar a ser pastores si tienen en común con ellos la vigilia y la libertad”.
¡Velad! Escuchamos desde hace cuatro semanas. Necesitamos velar para no ponernos por encima del misterio de Belén, para no creer que ya lo sabemos todo y mejor, porque entonces no llegaremos con los pastores al misterio de Cristo.
La Navidad nos quiere recolocar, nos quiere ordenar. Belén es una escena que intenta recuperar el orden de la creación, con el que todo fue hecho, orden que intentamos violentar constantemente para que las cosas sean y digan como nosotros las vemos; en Belén los hombres contemplan, los ángeles adoran, los animales reconocen a su creador… estamos como en el Génesis, porque el Nuevo Adán domina la escena desde un pesebre. ¿Dónde estamos en Belén? ¿Somos de creer o de dominar? ¿Somos de forzar las cosas o almas vigilantes y libres?
El profeta Isaías nos advierte: “la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro, los quebrantaste”. Desde su humildad, Dios quebranta a los soberbios, les niega la visión de la luz que nos ha venido a traer, “una luz grande”. Desde su humildad, Dios ilumina a los pequeños, a los débiles. Dios ha venido a nacer en medio de la pobreza, de la humildad, de la plebe, de los que no podemos con todo ni sabemos de todo para que estemos en comunión con Él, para que tengamos su luz.
Jesús se ha dejado amortajar en Belén por todos nuestros pecados, pero sólo la humildad abre la puerta a este misterio divino, un Dios rey que nace para morir, un nuevo Adán que quiere revestirnos de su gloria. Esta es la esperanza que los cristianos tenemos para el mundo, para un mundo que se queja por todo, que busca comodidad, que cree que sabe y tiene todo, pero que sólo mira a lo propio. Decía san Agustín que la humilitas, la humildad, es el núcleo del misterio de Cristo. No es la llave que tiene el mundo, es la que tenemos que elegir y ayudar a elegir nosotros. Sin ella, hasta la luz más grande nos parece invisible, no la perciben nuestros ojos. ¿Cuánto ven mis ojos? ¿Captan el misterio? ¿Qué me preocupa esta noche, dónde necesito la luz, grande y humilde, de Dios?
La llave es un Niño, el Mesías, el Señor, sigamos el camino vigilante de los pastores, que velan cuando el mundo permanece dormido en la oscuridad de la noche.