“Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso es lo que significa ser esclavo” Así dice un personaje en una épica película de los años 80. El miedo intenta encerrarnos en nosotros mismos para mantenernos a salvo, como cuando un niño asustado se mete bajo la manta o los discípulos se encierran en la casa por lo que puedan hacerles los judíos.
Pero ese miedo evidencia otro miedo mayor: “¿Y si nos hemos pasado? ¿Y si nos hemos excedido siguiendo a Jesús? Igual hemos sido muy radicales, y se puede creer en Dios sin complicarse tanto la vida como hemos hecho nosotros, que ahora hasta nos persiguen. ¿Y si al final no voy a poder decidir por mí mismo, esclavo de Jesús, y voy a perder mi propia vida por haber creído en este Dios?”
Es un miedo intemporal: ¿Podremos seguir creyendo en Dios sin que eso afecte a nuestras relaciones, a nuestra familia, a nuestra gestión del dinero, a nuestra opinión sobre la política o sobre la moral? ¿No será suficiente que recemos a Dios sin necesidad de líos ni discusiones sobre homosexualidad, o sobre vientres de alquiler o sin esto de la misa dominical? Quizás sea mejor dejar a un lado lo que pueda sentar mal a alguien, y ser como todos.
Pero el don del Espíritu Santo viene hoy como victoria frente al miedo. Acude en ayuda de los discípulos en la lectura de Hechos precisamente para poner a los discípulos en medio de todos los demás, “partos, medos, elamitas…” con lo que ellos creen y viven. El evangelio no se esconde, creer en Jesús no es intermitente, ser cristiano supone exponerse.
Cuando, en la noche de Pascua, los discípulos tienen la tentación de no salir del cenáculo, es Jesús el que aparece para infundir en ellos el don del Espíritu Santo y vencer en su interior el miedo a apostar por la fe en toda circunstancia, vencer la tentación a reducir la fe a algunos aspectos o momentos de mi vida, como un compartimento estanco.
Vivimos momentos complicados como creyentes, desde el mundo y desde la Católica, que nos pueden hacer dudar sobre nuestro objetivo: cuando uno está lejos del triunfo o cuando incluso donde esperábamos apoyo encontramos decepciones, las circunstancias nos pueden llevar a pensar en huir, en renunciar, o en dar un paso atrás y encerrarnos sectariamente, como las monjas de Belorado.
Entonces, el Espíritu Santo ayuda a descubrir la fuerza del resucitado, que ayuda al que verdaderamente ha creído en Jesús. ¿Hemos sentido la tentación de aceptar creer lo que todos para quitarnos de líos, de no decir lo que creemos para que nadie cercano nos mire raro? El Espíritu Santo quiere confortarnos y animarnos a elegir bien. Porque, en esos casos, la tentación es cambiar de objetivo, mudar lo que buscábamos en la vida, conformándonos con algo más cómodo, menos comprometedor. Y encerrarnos en nosotros mismos buscando quien nos diga lo que queremos oír, en vez de aceptar la llamada a la conversión que es la vida cristiana.
Jesús, en el evangelio de hoy, aparece para provocar en los Doce un movimiento hacia fuera, para llevar el evangelio a las plazas, y hacia dentro, para apoyarse en la fuerza de la comunidad. Creer en Jesús resucitado conlleva hablar y obrar según el evangelio siempre, conlleva también experimentar la fe con una comunidad, pues la Cabeza, Cristo, está unida a su Cuerpo, la Iglesia.
También porque es con la comunidad con la que se nos quita el miedo a pensar que nos pasamos creyendo, con la que se supera la tentación de pensar que creyendo o haciendo o yendo menos a la iglesia o con los cristianos me va a ir mejor, voy a estar más tranquilo.
Hoy las religiones paganas amenazan a los cristianos con engañarnos, con cambiar nuestros actos cambiando a nuestro Dios por el dios salud, el dios bienestar, el dios igualdad, el dios respeto o el dios dinero, como en el caso de las monjas famosas. Por eso, Pentecostés es crucial hoy para nosotros, porque vence la sectaria tentación de pensar “tú a lo tuyo”, recordándonos que somos fermento de unidad, llamados a hacer según Dios, abiertos a la verdadera unidad, incluso en las dificultades.
Los antiguos cristianos decían: ¿Para qué se ha encarnado Cristo? Y respondían: Para poder enviar el Espíritu Santo. El Espíritu viene en nuestra ayuda en esta vida tan dura, viene para que no dejemos de ser lo que somos, para que seamos auténticos cristianos, viviendo en la Iglesia. El Espíritu de Dios se nos da y nos sella: no somos como todos los que van por la calle, “partos, medos, elamitas…” aunque lo parezcamos. Somos el fermento de la masa, la semilla de Dios que hará que Dios brote en todo el mundo, que germine en toda la sociedad, si vencemos el miedo a arriesgar y apostamos por la verdadera unidad en Dios. Los laicos estáis en el mundo no para encerraros en un templo, sino para, desde aquí, con la fuerza de Dios, transformar el mundo, dar testimonio vivo, coherente, pleno. Pero eso se hace no yendo por libre, y menos en misa, sino en comunión, trabajando y compartiendo la fe unidos.
Haciendo así, la Iglesia cumplirá su misión, pero si en la Iglesia cada uno va a lo suyo, esto se acaba, seamos laicos o monjas de clausura. Esta semana no dejemos de repetir ante cada tentación o duda: “Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo”. Y venceremos todo miedo, siendo libres y no esclavos, movidos por el Espíritu, no por nuestras fuerzas.