Cercana ya la Semana Santa, Jesús habla hoy a sus discípulos sobre la muerte. La muerte no es un tema ajeno a nadie, y la cultura de nada y de muerte que dulcemente se nos intenta imponer, no sólo con el aborto o la eutanasia, sino con una visión de la vida utilitarista y fugaz, hacen que no debamos nosotros tampoco rehuir la conversación.
Jesús anticipaba su muerte a sus discípulos el domingo pasado, con el misterio de la cruz, hoy es aún más explícito, porque la muerte de Jesús tiene algo muy particular: que “si muere, da mucho fruto”. Su vida es el grano de trigo, entregada para dar mucho fruto, y su muerte una muerte vicaria: Cristo muere ocupando el lugar de otros.
Así nos recuerda el Vaticano II: “Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre… Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte”.
Cristo, que no ha cometido pecado, muere en la cruz, para que nosotros, que hemos cometido pecado, no padezcamos una muerte de la que no podríamos salir. Así, la victoria de Cristo sobre la muerte alcanza a todos.
Por eso, para el evangelista Juan, la muerte de Jesús es una glorificación, es triunfal, porque obtiene vida, “da mucho fruto”. Pero ¿cómo se vence a la muerte? Dice Jesús: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna”. Esto es lo que sucede en la Pascua de Cristo, el grano de trigo cae en tierra, muere, y nos da vida.
¿Qué tiene que ver con nuestra vida cotidiana? En enero del año 2001, Juan Pablo II publicó para toda la Iglesia la carta Novo Millenio Ineunte. En ella, respondía a la propuesta que dos griegos hacen a los apóstoles porque quieren conocer a Jesús. Decía el Papa: “Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro”.
La manera de ayudar a otros a ver a Jesús consiste en ser repetidores de su rostro, con nuestro testimonio, y contempladores de Jesús, que captan su presencia en la vida. Ciertamente, no se puede ser cristiano en la distancia, necesitamos estar cerca de Jesús si queremos en verdad ser sus discípulos, y eso conlleva acoger sus palabras y darles forma en nuestra vida: “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará”.
El misterio de la Pasión de Cristo, grano de trigo que cae en tierra y muere, está íntimamente unido al de la Pasión de la Iglesia. Si la entrega de Cristo queda sola, es estéril, parece sin más el sacrificio de un buen hombre, un idealista. Pero si la entrega de Cristo conlleva la aceptación de la entrega de sus discípulos, eso significa que la Iglesia ha hecho suyo ese mensaje y está dispuesta a entregarse porque Jesús es el Hijo de Dios. Aquí no buscamos buena gente, buscamos hijos de Dios.
Y los hijos de Dios, rescatados de la muerte por Cristo, estamos llamados a imitarlo afrontando la vida como respuesta a una llamada de Dios, que conlleva la muerte para pasar a la eternidad.
Nuestra vida es una vocación, Dios nos llama a ser grano de trigo que cae en tierra y muere. En el estado y momento de vida que nos encontremos, se verá el rostro de Cristo en el mundo y se expandirá su cultura de la vida, solamente si somos capaces de aceptar ser el grano de trigo que cae en tierra y muere, es decir, dispuestos a no hacer a nuestra manera y luego meter a Dios, sino dispuestos a hacer la voluntad de Dios, dando vida así alrededor, llevando a Cristo.
Hoy la Iglesia celebra el Día del seminario, la crisis vocacional que vive la Iglesia no es al sacerdocio, es a asumir la vida cristiana como un grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto abundante. No es que pronto no tendremos un cura que celebre nuestra boda o bautizo cuando queramos, es que pronto estaremos como tantos lugares en España llevan veinte años, si desde nuestra propia vida, desde nuestras casas, desde nuestras propias familias, no enseñamos a entregar la vida, en vez de a protegerla entre algodones y comodidades. Seguir a Cristo, que otros puedan ver a Jesús, se hace así. El resto son detalles secundarios. ¿Cuál es nuestra prioridad en Semana Santa? ¿Estamos pensando en vacaciones o en celebraciones? ¿En que nos sirvan o en ofrecernos?
La vida o la muerte entran en nosotros de una forma cotidiana, que Jesús pone a nuestro alcance y que nosotros podemos elegir: elijamos bien.