No sé si alguna vez se han fijado en que, en misa, cuando el sacerdote termina de partir el pan, deja caer un trozo en del cáliz. ¿Alguna vez se han preguntado el sentido de ese gesto? Cuando la Iglesia comienza su expansión no tiene unos horarios de misas como tenemos ahora en las parroquias; la misa es única, los días que la hay, en la gran ciudad, donde el obispo se reúne con sus sacerdotes y diáconos y con los fieles a primera hora del día y tras celebrarla marchan cada uno a sus tareas.
Al crecer el número de fieles, de parroquias y sacerdotes, surge una crisis: ¿la misa que se celebra en las parroquias, sin el obispo, es la misma misa? Por eso, el obispo enviaba a los sacerdotes, por medio de un acólito, una partícula de la eucaristía celebrada por él como expresión de la unidad de la Iglesia y señal de que estaban en comunión con él. Esa partícula se depositaba en el cáliz y se llamaba fermentum. Así, ese rito, que también el Papa hacía en Roma, llega a nosotros, como signo de comunión con el obispo, pero, sobre todo, de comunión de la Iglesia por la eucaristía, sacramento de unidad. Estamos unidos los que comemos ese alimento unido, Cuerpo y Sangre del Señor, nos espera el mismo destino.
Esto es lo que Pedro y Pablo descubren en las lecturas de hoy; cuando Pedro se ve en prisión, recién asesinado Santiago, justo antes de la fiesta de Pascua, piensa: “ya está, me toca, como al Señor”. Pablo, en arresto domiciliario, después de una vida de tareas y aventuras, también lo reconoce: “estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente”. Esa libación es ser él también ofrenda, como el Señor.
El destino de los que nos unimos al Señor es el mismo que el suyo, pasa inevitablemente por la cruz. Vengan mucho o poco, llenos de fe o pasotas, necesitados del Señor o un poco inconscientemente, nuestro destino es pasar por el misterio del Señor, porque comemos un sacramento de unidad, somos mezclados, unidos con Él. ¿Entendemos así las cosas que nos pasan? ¿Afrontamos las dificultades como camino de la cruz con el Señor?
Pero Pedro da un paso más en la primera lectura de hoy: “Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes”, o, dicho de otra forma, “el Señor me libró de todas mis ansias”, o también “el Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial”. Qué síntesis tan bonita en las lecturas de hoy de una certeza que Jesús enseñaba a los suyos en el evangelio: “el poder del infierno no la derrotará”. El misterio de la cruz anuncia la gloria final.
Para que así suceda, Cristo ha tomado dos decisiones que manifiestan su voluntad y la hacen eficaz: ha creado la Iglesia, en la que Pedro es la piedra que sostiene el edificio, que asegura su verdad y su orden, algo que no le es propio, que no le ha revelado “la carne ni la sangre” sino el Padre del cielo, y ha enviado a esta Iglesia a llamar a todos a formar parte de su Cuerpo, tal y como Pablo ha hecho en su vida.
Por eso, el cristiano necesita a la Iglesia. En sus dificultades, en sus ansias, en sus prisiones e incoherencias, la ayuda que el Señor ofrece para librarnos del mal, del pecado o de la muerte, es la Iglesia. Según la circunstancia, un grupo, un sacramento, un hermano, una oración… la Iglesia, en definitiva, que así da testimonio de unidad con Cristo y entre nosotros, y así fortalece nuestra fe. Y es que la Iglesia sólo vive sirviendo, pero no puede servir si no anuncia el evangelio. ¿A quién invitamos nosotros, con nuestras palabras y con nuestras obras, a vivir en la Iglesia?
La belleza de la Iglesia y de su propuesta vital no se descubre desde lejos, ni de forma superficial, solamente se empieza a reconocer en la cercanía con los cristianos, en nuestra profundización en la fe, y así vamos asumiendo que lo que creemos determina lo que vivimos.
En las palabras de Pedro y Pablo, en la humildad con la que confían en Dios, en la seguridad con la que creen que Dios les guía en la vida y ante la muerte, se puede reconocer una verdad creyente que los fortalece, la vida de la Iglesia. ¿Qué sentimientos generan en mí sus testimonios, sus formas de expresar su visión de la situación que padecen?
Ciertamente, se hace más difícil vivir la fe cuando no se la conoce bien, y quizás por ahí tendríamos que empezar también nosotros, por acercarnos un poco más a la fe, a la Iglesia, por escuchar y aprender, para valorar el tesoro que hemos heredado sin dejarnos llevar por vanidades: ¿me agarro a la Iglesia en la tribulación? ¿me confío en la unidad de la Iglesia cuando vivo la dispersión? ¿reconozco la estabilidad y la paciencia de la fe ante la tentación?
Demos gracias al Señor, que hace de nosotros fermento de la Iglesia, llamados a dar testimonio de fe firme en las cosas complejas y en las cotidianas de la vida.

