No todos los santos han dedicado su vida al anuncio del evangelio o a llevar el evangelio a lugares lejanos. El apóstol Santiago, por ejemplo, nos muestra la liturgia de la palabra de hoy, quería ser jefe, gobernador, quería ser un tipo poderoso. Esperaba de Jesús una manifestación de poder que lo sentara en la mesa de los importantes: el número dos o el número tres de su partido. Buscaba obtener valor, sustancia, importancia.
Pero Santiago realizó una peregrinación, un camino en la fe, que acabaría haciendo de él un santo apóstol, dedicado al evangelio con sus palabras y hasta con la acción más sublime, que nos contaba la primera lectura, el derramamiento de su propia sangre, al igual que su líder, Jesús.
Así que Santiago no fue desde el principio un gran evangelizador, ni quiso llevar desde siempre la cruz de Cristo, como decía san Pablo, “para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”. ¿Cuál fue su camino? ¿Qué hizo de él, que quería ser el primero de todos en el orden natural, el primero que recibió el bautismo de sangre, el martirio?
El apóstol Santiago que aparece en el evangelio de hoy no se conocía suficientemente, creía que necesitaba ser el primero, el líder, un tipo importante… esa era su debilidad. Cuanto mejor conocemos nuestra debilidad, más verdaderamente nos vemos. El peligro de esa vanidad es que da energía, así nos engaña: “podemos” beber el cáliz, ¿cómo no vamos a poder? Por ti, lo que sea. Decía con humor Evagrio, un padre de la Iglesia, que “la vanidad restituye el vigor a quien está enfermo y hace más fuerte al viejo que al joven, a condición de que estén presentes muchos testigos de lo sucedido”.
Ante todos los discípulos, ante Jesús, Santiago muestra su clara intención de seguir al Señor. Pero, en su camino, llegada la hora de la Pascua de Jesús, Santiago no puede. La vanagloria es una carcoma que se esconde en el bien, y a la hora de la verdad, se descubre el vacío. ¿Cómo es posible? Bueno, san Pablo nos recuerda en la carta a los Corintios que hasta las cosas más elevadas pueden cumplirse sin una pizca de amor, se pueden simplemente hacer para que sean vistas.
En la Pascua de Jesús, Santiago aprende la fuerza del amor de Dios, la belleza de la entrega de Jesús, la verdadera alegría de elegir el bien, aprende que el primero se ha hecho último por amor. Necesitamos aprender la modestia en las acciones del prójimo, contemplando al Señor, y descubriendo que, aún, no estamos para ser primeros.
La Pascua de Jesús es un espejo para todos nosotros, nos hace caminar, peregrinar, desde nuestras intenciones vanas hasta el amor de Dios, nuestra verdadera prioridad. Y el apóstol aprende que la tarea del evangelio supone beber el cáliz, y beber el cáliz supone llenarse del amor de Dios en lo escondido, como dice san Pablo: “Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”.
Cualquiera que quiera hacer el camino de Santiago, el del apóstol, ha de aprender de Jesús esta forma de benevolencia para la vida: sin distanciarnos de las complacencias y comodidades, difícil; si no nos hacemos indiferentes ante las alabanzas, no se puede; si no nos oponemos al mundo y a la gloria del mundo, seguimos vacíos.
¿En qué queremos ser nosotros los primeros? Santiago se convirtió en el primer apóstol en morir mártir, su tarea evangelizadora fue la más corta de los Doce. Se convirtió en el primero de todos, el precursor, no solamente de sus compañeros, sino de tantos y tantos que, en España, a lo largo de los siglos, han derramado su sangre de forma cruel y preciosa, últimos aquí, pero primeros para el cielo.
Hacer memoria del apóstol es, entonces, hacer una memoria vivificante, que nos recuerda una forma indudable de seguir al Señor y que, además, nos hace dudar de quien busca seguir al Señor por el camino de la fama, del poder, del aplauso.
Hay una sabiduría necesaria en el silencio, en el obrar humilde, en la negación de uno mismo. Nos hace dignos de confianza ante los demás la entrega oculta, el bien que nadie sabe, el perdón generoso, la colaboración discreta. Así se evangeliza. Nuestro país, y la Iglesia en nuestro país, está llena de santos que han hecho el camino de Santiago, porque ninguno nace siendo apóstol, siendo primero. ¿En qué punto del camino estoy yo? ¿Valoro el bien invisible?
“Mi cáliz lo beberéis”, dice el Señor: pidámosle que eso suceda cada día de nuestra vida, porque es un síntoma inequívoco de que estamos sentados a su mesa.

