¿Se han fijado? ¿No les ha llamado nada la atención así, de golpe, al escuchar estas lecturas? Solamente entre la segunda lectura y el evangelio, hasta veinte veces ha aparecido la palabra “amor” y el verbo “amar”. La síntesis de todas ellas la decía Jesús en el evangelio: “Permaneced en mi amor”, que es la continuación del evangelio del domingo pasado, la vid y los sarmientos: “permaneced en mí y yo en vosotros”.
Frente a la tentación, que igual nos vence en ocasiones, de entender la religión como un elemento folclórico, únicamente cultural, o de entenderla como un negocio, un mercadeo, de darle a Dios unas cosas a cambio de que nos consiga otras, o de entenderla como una relación establecida entre mandamientos que nos da y derechos que adquirimos, la religión cristiana se caracteriza por el amor.
Así que, si pensábamos en la religión como en una realidad entre otras, una actividad dominical entre otras, la definición que Juan nos da en estas lecturas, es que la religión es una cuestión de verdadera necesidad: san Juan Pablo II decía que “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (RH 10).
Por eso el tiempo del año en el que la Iglesia nos explica qué es el amor y por qué la religión cristiana es una relación de amor, es el tiempo de Pascua, y se debe a que Cristo nos ha ofrecido su amor de una forma concreta, gráfica, en el misterio de su muerte y resurrección, que suceden por nosotros, para nuestra salvación.
Por eso, el amor no es un sentimiento variable, que apetece o no apetece, sino que es una disposición permanente, que supera todas las dificultades y debilidades, porque se ha manifestado así en el sacrificio de Cristo en la Cruz: “No se haga mi voluntad sino la tuya”. Solamente quien afronta el amor así, no como un derecho, no como un capricho, no como un entretenimiento, comprende el sentido más profundo del amor: revelar cómo Dios nos trata a nosotros. Yo te quiero porque Dios me quiere, y para que veas que a ti también te quiere.
El amor de Dios es seguridad, es estabilidad, y eso es un ancla ante tantas idas y venidas que tiene la vida, ante tantas amenazas, chantajes, abusos o trampas que muchas veces se justifican en el nombre del amor. En el nombre del amor encontramos firmeza ante las sacudidas, ante las rachas mejores o peores.
El amor de Dios, el amor verdadero, se pone a prueba en la vida; eso es lo que Juan quiere enseñarnos en la segunda lectura y en el evangelio. El amor no es una poesía, ni una canción, es una experiencia feliz y permanente, y Juan la ha vivido. Por eso su empeño en explicarlo: el cristiano es aquel que ha experimentado el amor de Dios.
Es necesaria, entonces, una experiencia de intimidad con Dios, pero de “intimidad comunitaria”, no a escondidas, sino en la Iglesia: frente a la superficialidad del mundo, la experiencia profunda de la fe no busca la moda, no es algo que todos quieren. Es algo para los espíritus sutiles y sencillos, delicados y valientes.
Tendremos que preguntarnos si nosotros mismos buscamos esa experiencia concreta de intimidad, de escucha, de aprender de Dios en la vida de la Iglesia, y si las cosas más de Dios las hacemos buscando esa intimidad eclesial o nos las quitamos de encima de cualquier manera, como una misa mal vivida o una oración sin interés.
Esa relación en intimidad, en obediencia a Dios, no es idea nuestra, no es nuestro deseo de silencio, de oración, de paz, sino que nace de Dios: “no me escogisteis vosotros a mí, yo os escogí a vosotros”, nos advierte de quién tiene la iniciativa en esa relación, quién la dirige, quién la llena de sentido, no nosotros y nuestras cosas, sino el Señor.
Decía san Juan en la segunda lectura: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados”. ¿Qué significa esto? ¿Qué forma tiene ese amor de Dios por mí? Amor como entrega al otro, como asumir sus errores, como perdón, como dar vida, como regalo, no como derecho.
Esta realidad sigue vigente, por mucho que nuestro mundo quiera devaluar y convertir el amor en una excusa para vanidades o para decisiones políticas, mientras la Iglesia, mientras los cristianos, hablemos de Jesucristo a otros y sigamos participando en el banquete de ese amor, que es la misa, cada domingo. Aquí se nos da el fruto de ese amor, así que tendremos que ser serios y mirar cómo entramos y salimos de misa. En hora, centrados, recogidos, con las lecturas y el corazón preparados. Al menos así. ¿Acepto ese amor de Dios? ¿Lo acepto como es, o lo convierto en negocio? Y, ¿quién recibe ese amor? ¿A quién ofrezco la estabilidad que recibo de Dios? ¿Experimento cómo el amor de Dios me sumerge en la Pascua de Cristo, me da de su muerte para darme de su resurrección?
Hoy la Palabra de Dios nos invita a no afrontar la religión con frivolidad, sino como relación estable con Dios para dar vida a otros, como hace la vid con los sarmientos.