El 13 de mayo del año 609, en la ciudad de Roma, el papa Bonifacio IV consagró el panteón de Agripa para el culto cristiano, dedicándolo a la memoria de todos los mártires de la fe. En aquella celebración, se proclamó la lectura del Apocalipsis que nosotros acabamos de escuchar: “Vi una muchedumbre inmensa…” La fe de aquellos cristianos era magnífica; imaginaban que, por el óculo abierto de la cúpula, los cristianos podían contemplar la multitud de la que hablaba san Juan que subía al cielo, a una gran fiesta.
Como en una liturgia total, con una ventana abierta al cielo, la Iglesia peregrina contemplaba a la Iglesia triunfante, todos los que entraban en el Paraíso, los mártires (porque la inmensa mayoría de los santos que celebraba la Iglesia por aquel entonces eran mártires), en una fiesta excelsa. El panteón, que significa en griego “templo de todos los dioses”, había recibido un sentido mucho más excelso, la gloria al único Dios verdadero manifestada en la vida de sus hijos, los santos.
Pero, nos decía san Juan, esta multitud incontable tenía una característica que los identificaba: estaban sellados. Habían sido marcados con el don de la gracia, que les abría las puertas eternas. La fiesta de Todos los santos es la fiesta de la victoria de la santidad, de la acción del amor de Dios en nosotros, divinizándonos para que podamos pasar de este panteón de falsos dioses al trono celeste, ante el Dios verdadero. Para ello somos sellados con la santidad de Dios en el bautismo, con los sacramentos.
Dice la Carta a los Hebreos que sin la santidad no se puede ver a Dios. Solamente una vida llena de santidad nos permite elevarnos por esa ventana para contemplar a Dios. Los santos ya pueden ver el rostro de Dios. Consecuencia: la santidad y la gracia no son un complemento en nuestra vida, algo que se puede tener o no, un adorno para gente pía. ¿Podemos vivir sin santidad? No, propiamente no. Podemos intentarlo, pero hemos sido marcados por la gracia en el bautismo, y nada puede compararse con eso.
Ya, pero tenemos muchos amigos, familiares, que no viven con la gracia de Dios ¿no sería Dios más misericordioso, más bueno, si no nos pidiera el bautismo, si nos llevara al cielo sin necesidad de gracia, sin ser santos? Responde san John Henry Newman: sin santidad estaríamos infelices en el cielo, no podríamos ver a Dios como lo ve esa muchedumbre del Apocalipsis. A eso ni siquiera podríamos llamarlo cielo.
Por eso, la característica propia de los que están en el cielo es la felicidad: bienaventurados, dichosos, felices. Desde muy antiguo, aunque esta fiesta de Todos los santos ha ido cambiando de día, siempre ha tenido un elemento constante: el evangelio siempre ha sido el que acabamos de escuchar, las bienaventuranzas. Los que están en el cielo, la muchedumbre inmensa, son los bienaventurados, los beatos. Aquellos que han puesto su confianza no en su voluntad, sino en la voluntad de Dios; no en su fuerza limitada, sino en el don de la gracia infinita; no en la oscuridad del pecado, sino en la luz de la santidad.
Claro, nada tiene que ver esta bonita tradición cristiana que habla de luz y vida, de sentido, con tratar de hacer divertidas, inocentes, banales, la muerte, la sangre o la tiniebla. Vaciar la belleza para poder compaginarla con el mal, una vela a Dios y otra al diablo, es decepcionante que pase en nuestro barrio: nos queda mucho por hacer.
Es el fruto de la tentación de vivir la vida cristiana de forma mediocre, “tirando”; esa ventana al cielo, esa muchedumbre, nos motivan a no dejarnos llevar por una aparente felicidad superficial, de foto, de redes sociales, sino a elegir la felicidad de los santos, que es toda interior, que está donde no llega la maldad. ¿Hago todo lo posible para vivir en el reino de la santidad? ¿Elijo para darme el gusto a mí o para dar el gusto a Dios?
Porque los santos son los que han renunciado aquí a vivir a su propio gusto para aprender a vivir eternamente según el gusto de Dios. Las bienaventuranzas esconden lo esencial de nuestro ser cristiano, pero no hablan de fácil o divertido, sino de la profundidad de vivir en Cristo.
Eso se llama la jerarquía de la santidad. Mientras que la jerarquía de la Iglesia terrestre pasará, la jerarquía de los santos permanecerá. Mientras que muchos le afean a la Iglesia sus pecados e incoherencias, nosotros hoy miramos a los santos en los que vemos lo que estamos llamados a ser.
En las bienaventuranzas, la santidad establece un nuevo criterio para decidir, para hacer, para vivir: el de la autoridad sobre el poder. El camino corto, la puerta ancha, la vida fácil, la autosuficiencia… nos mueven a buscar dinámicas de poder, pero la puerta estrecha, el camino de las bienaventuranzas, la vida de gracia, aparecen en los santos en dinámicas de autoridad. ¿Elijo el camino del poder o el de la autoridad?
Hoy es un día feliz para la Iglesia, porque contempla el camino que han elegido tantos hermanos nuestros, cercanos y lejanos: yo quiero subir por la ventana de esa muchedumbre incontable. Hoy es un día para mantener la esperanza en la Iglesia y en aquellos que, viviendo las bienaventuranzas, han elegido la autoridad de la gracia como camino bonito de santidad.

