Desde muy antiguo, la Iglesia proclama el Viernes Santo el relato de la pasión que acabamos de escuchar porque, en la perspectiva de san Juan, la cruz es instrumento de glorificación: con ella comienza la Pascua.
El Cristo de la pasión de hoy es un tipo fuerte, cabeza de un pueblo; protege a sus discípulos en Getsemaní, dirige el interrogatorio con Herodes y Pilato, ofrece el don del Espíritu desde la cruz. Jesús preside la Pasión, y unida al dolor y al sufrimiento que producen nuestros pecados, se manifiesta la certeza de la gloria que brota de quien no ha venido a ser servido, sino a servir. La cruz sella su victoria y su muerte no corta su vida sino que le da plenitud.
En la pasión de san Juan, Cristo es sacrificado en el altar de la cruz, a las afueras de Jerusalén, a la hora de nona, hora en que estaban siendo sacrificados los corderos para la Pascua judía en el altar del templo de la ciudad santa. Así como los corderos eran sacrificados como memoria del paso del ángel de Yahveh salvando a los primogénitos de Israel, así Cristo, como cordero inocente, limpio, sin mancha, era sacrificado para salvar a su pueblo, cumpliendo así lo que el ángel dijo a san José: “le pondrás por nombre Jesús porque Él salvará a muchos de sus pecados”.
En un texto antiquísimo, dice Melitón de Sardes: “Éste es el cordero que permanecía mudo y que fue inmolado; éste es el que nació de María, la blanca oveja; inmolado al atardecer y sepultado por la noche; éste es aquel cuyos huesos no fueron quebrados sobre el madero y que en la tumba no experimentó la corrupción”.
Así, Jesús da cumplimiento con su muerte a las Escrituras, porque no hay mayor gloria que hacer lo que dice la Palabra de Dios. Dice san Juan Crisóstomo: “¿Qué dices Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombres dotados de razón?» «Sin duda –responde Moisés-: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor»”.
Pero una figura que nos muestra la fuerza de la entrega de Cristo, el cordero en la cruz, es la de Isaac. Mañana por la noche, escucharemos ese precioso relato de Abraham llevando al sacrificio a su hijo Isaac: “Dios proveerá”, le dice Abraham cada vez que su hijo, el heredero de la promesa, le pregunta sobre el animal para el sacrificio.
Los primeros cristianos, que vivían cautivados por este texto, se preguntaban, ¿qué experimentaría Isaac atado al leño, instantes antes de su sacrificio? ¿qué vio Isaac? Y dicen: Isaac vio un carnero enredado en las zarzas, que lo releva, lo sustituye, lo salva. E Isaac rio; eso significa su nombre, “el que ríe”. Isaac vio al carnero y comprendió que estaba ante el signo del que lo iba a salvar, y entonces rio. Dios ha provisto, ciertamente, la salvación, e Isaac, que la ha experimentado, ha reído.
En la Pascua, nosotros somos Isaac, cargamos en nuestra vida los instrumentos de la muerte, los miramos extrañados, no comprendemos para dónde vamos, por qué las cosas que nos pasan, y no paramos de preguntar: pero quien ha visto al Cordero, al Cristo en la cruz, sabe que Dios ha previsto.
La mirada al Cordero, al Cristo crucificado, es nuestra mirada al cielo. Y porque vemos al Cordero, colgado en la cruz, enredado en el madero, podemos reír y podemos dar gracias. Nuestra vida no depende de nosotros, de nuestras cosas, fuerzas o dineros, sino de que Dios provee, de Jesús que se deja enredar por nosotros, se deja atar y matar, y así, siendo cordero, domina la historia, el Rey que representa Juan en el evangelio de la pasión.
Si nosotros somos capaces de ver lo que Isaac vio, entonces también nosotros reiremos. Si aprendemos del aparente fracaso, reiremos, en Viernes Santo. Y comprenderemos las palabras de Isaías: “mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho”.
Nuestra vida está llena de tragedias, nos suceden en la familia, se complican las cosas del trabajo, del gobierno para qué hablar, del de la Iglesia tampoco, de nuestras intenciones débiles o nuestros malos juicios… parece que todo se desmorona, lo fácil es pensar que todo llega a su fin, como ante aquel crucificado, pero la Iglesia, llena de fe, nos dice: “Mirad al que traspasaron, mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo”. Con sus heridas mortales nos dice que al final la victoria no será de los que matan, sino que el mundo vive por los que se sacrifican.
No te fíes de tu sabiduría, sino de la del que gobierna el mundo, aunque lo haga desde una cruz. En realidad, sólo desde una cruz se gobierna de verdad, desde amplios y cómodos sillones no se gobierna, se manda. Pero Cristo está entre nosotros como el que sirve. Y entonces, reímos. Nuestra vida florece si nos unimos a la cruz, nuestras virtudes dan fruto si nos asimos a la cruz. En el momento en el que renunciamos a la cruz, queremos suprimirla en nuestra vida, Cristo tiene que volver a ella.
Contemplemos hoy la cruz, y repitamos en nuestro corazón, hasta que llegue la vigilia pascual: “Tu cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección glorificamos; por el madero, ha venido la alegría al mundo entero”.