¿Saben cuál es el único milagro de Jesús que aparece relatado en los cuatro evangelios? La multiplicación de los panes y los peces. ¿Saben por qué? Porque todos, después de la Pascua, comprendieron que lo que había hecho Jesús en la Última Cena, ya lo había preparado en aquellos milagros en los que, en el monte, “Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados”.
Al darse aquella cena pascual, al contemplarlo resucitado repitiendo el mismo gesto, entendieron que lo del monte con los panes y los peces era un aviso, una sombra, de lo que tenía que venir.
El evangelio según san Marcos, que estamos escuchando cada domingo durante todo este año, es tan corto, que para que pueda durar todo el curso, en medio del verano se aprovecha a meter un capítulo del evangelio según san Juan con una temática propia, que es este capítulo 6, el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, y a continuación el discurso que lo explica, el del pan de vida. Son cinco domingos de paréntesis veraniego para que nos fijemos en el tema de la eucaristía, hasta que en septiembre retomemos el evangelio de Marcos.
Así que los que comienzan el evangelio de hoy escuchando a Jesús y preguntándose: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?”, terminarán, al final de este capítulo reconociendo lo que Él dice: “Yo soy el pan de la vida”.
Eso es muy importante, porque, ciertamente, ni con doscientos denarios, es decir, el sueldo de doscientos meses de trabajo, se podrían comprar panes para que comieran todos, pero Jesús quiere que levantemos nuestra mirada, porque Dios se ha encarnado y se ha quedado con nosotros como Pan de la vida, en la eucaristía.
Entre el Dios que se encarna y el Dios que se hace pan existe, por tanto, una gran continuidad. Nosotros estamos insertos en una historia en la que nada es casual, somos parte de aquello que vivió el Señor con los discípulos, con los que creyeron en Él y dieron continuidad a lo recibido. Por eso, jóvenes y adultos, tenemos que estar seguros de que venimos aquí con una mirada alta, pues nosotros repetimos cada día esos gestos, nuestros gestos traen a la memoria lo que hizo Jesús, si estamos atentos.
Jesús tomó pan se identifica con la preparación del altar, cuando el que hace de Cristo toma también el pan. Jesús pronunció la acción de gracias lo identificamos con la plegaria eucarística, la oración que consagra la ofrenda, el pan y el vino. Jesús partió el pan se corresponde con nuestra fracción del pan, después del rito de la paz. Jesús lo dio como lo da hoy en el rito de la comunión. Sí, la Iglesia entendió lo que hizo Jesús, y no deja de repetirlo.
Aquí necesitamos recordar la importancia de la palabra que acompaña a los gestos. En la oración eucarística la palabra es fundamental. Rezaba Santo Tomás de Aquino: “Adoro te devote, latens deitas: Te adoro con devoción, Dios escondido…”, que dice en una de sus estrofas: “La vista, el tacto y el gusto, ante ti fallan, pero sólo el oído ha de ser creído”. Este es el valor de la palabra. Lo que vemos, lo que tocamos, lo que gusta nuestro paladar, no nos dicen que sea Dios. Pero la palabra, la palabra es otra cosa… la palabra nos dice: “Esto es mi cuerpo”, “Este es el Cordero de Dios”, “El Cuerpo de Cristo”. San Pablo dice a los romanos: “La fe viene por el oído”.
Por eso que escuchemos con atención, con el corazón levantado, es innegociable. Cuando entramos a misa tarde, sin preparar, ya no queremos escuchar, sacamos el móvil, estamos pendientes de otras cosas que de escuchar y de ver, nuestra fe no está creciendo, se está apagando, nuestro vínculo eclesial no se está fortaleciendo, se está debilitando, nuestro amor a la eucaristía no nos está transformando, se está convirtiendo en superstición. Por eso, Juan 6, y con él este paréntesis veraniego, comienzan con el signo y la palabra.
Quizás es un buen tiempo para reflexionar sobre nuestra forma de vivir la misa, sobre nuestros vicios al prepararla y celebrarla, sobre nuestra actitud de adoración en la Iglesia, nunca al margen de la comunidad reunida, y también sobre nuestra implicación, de modo que la misa multiplique en nosotros, no sólo el pan, sino la presencia de Dios en nuestra vida, en casa, en el tiempo de ocio, en nuestra familia o nuestras responsabilidades.
La eucaristía es algo muy serio como para no poner en ella lo mejor; todos nos hemos reconocido heridos aunque no sorprendidos con lo que hemos visto en la inauguración de los Juegos Olímpicos el viernes, y ahí podemos deducir hasta qué punto ante la eucaristía o sacamos lo mejor o caemos en una deriva decadente en la que algunos llevan casi dos siglos y medio. Podemos rezar también por los que nos ofenden, por un país que, en esa deriva, no va a encontrar un Carlos Martel ni un Carlomagno que detengan las fuerzas violentas e irracionales que promueven entre risas.
Hagamos este recorrido que la Iglesia nos plantea este mes, que busca ayudarnos a recuperar fuerza e intensidad para vivir en comunión con Cristo cada día.